Siempre serás ese muchacho

No recuerdo con exactitud cuándo empecé a oír los golpes
Castillo, Mis vecinos golpean

Debía ser el hecho de que me pasé mi veintena soñando mujeres. Sí, eso tenía que ser. Haber pasado mucho tiempo en el estudio, entre colores, pintando. Había escuchado que estas cosas pasaban, pero nunca lo había vivido en carne propia. No había nadie más a quien podían habérselo gritado y la flaca me seguía apuntando con la cámara del celular, la luz del flash encendida, guarecida bajo la sombra de un ombú. Me quedé mirándola a ella y al tipo con quien estaba, como diciéndole Qué te pasa, flaca. Varias veces me volví y los dos me estaban siguiendo con la vista. Según me enteré, la flaca va y se sienta en los bancos de plaza, junto a cualquiera, una pareja, o incluso una familia, los interrumpe y se queda largo rato charlando (acerca de qué, no sé) o moviendo la boca y haciendo como si charlara. Yo mismo lo vi. Tenía ganas de ir hacia la flaca y arrancarle el celular de las manos, forzarla a eliminar cualquier cosa que hubiera grabado. Sabía que yo no era responsable de ningún acto ilícito. Eso seguro. Pero no lo hice, y me alejé, paranoico, volteándome a cada momento. Y si me cagan la vida, pensaba. En un parpadeo, una calumnia te puede arruinar la vida. Me senté en un banco de madera. Tenía que hacer un llamado: una alumna de mi taller quería que su nieto empezara a tomar clases conmigo. Me quedé un largo rato hablando por teléfono no recuerdo muy bien exactamente acerca de qué, seguro de técnicas, materiales, medios, y sobre la importancia de permitirnos atravesar etapas de exploración, la búsqueda de la mirada y la voz propia, etcétera, todo, mientras buscaba con la vista a la flaca esa. Por lo que había visto, era alta, muy muy flaca y llevaba una gorra negra que ocultaba sus facciones, razón por la cual me resultaba muy difícil adivinar su edad. Podía pasar por una mina en sus treinta, como por alguien que duplicaba ese número y hasta lo superara ampliamente. Paseaba con correa a un perro, negro también. No tengo la mirada tan entrenada como para captar en cuestión de segundos una apariencia. Soy más de internarme para darle vueltas a la misma cosa una y otra vez, hasta advertir más y más detalles a través del tiempo. En la calle soy bastante un despistado. Igual, estaba seguro de que podría volver a reconocerla. ¿Sería posible fingir tan bien algo, si uno no tuviera un conocimiento de aquello? Sentí como si estuviera haciendo exactamente eso. Como si, en el fondo, fuera un impostor. Un actor, pero un mal actor, uno pésimo. Como si no fuera ese artista tan seguro de sí, claro, dentro del estudio. A los que acuden a mi taller suelo insistirles con que, antes de ser pintores, somos artistas, y antes de ser artistas, ¿qué? Luego está todo el tema de la realidad y la ficción. Cómo conviven entre sí, forcejeando, superponiéndose, sofocándose, intentando mantenerse en equilibrio, como dos amantes inexpertos. Ahora veía a la flaca intercambiando unas palabras con dos guardaparques enfundados en uniformes turquesa como las túnicas de unos inquisidores modernos, mientras yo seguía hablando por teléfono. Me pareció que podía estar por largarse a llover. La vi alejarse e hice lo posible por concluir asimismo mi conversación telefónica. Levanté mi bolso con libros y fui a charlar con los dos guardaparques. Tenía que enterarme de qué habían hablado. Seguro me vieron avanzando, pálido y cejijunto, porque uno de ellos, el más pibe, me preguntó ¿Está bien, señor? La otra era una señora. Le dije, Sí, por qué, pero debí sonar muy a la defensiva, porque enseguida me sentí como bajo sospecha, así que les conté lo que me había pasado con la flaca esa. Parece que se lo veían venir, aunque me preguntaron si era de por acá. Les dije que sí, Melián y García del Rio, de toda la vida. ¿Y ya la habías visto a la chica?, me preguntó la guardaparque. Acá ya me empecé a sentir como si me estuvieran auscultando, midiendo mis pulsaciones y mis respuestas oculares, en busca de una (sólo una) falacia. Sí, la habré visto, dije y rectifiqué: El sábado. Por alguna razón debía dejar en claro el día exacto. El más pibe le preguntó a su compañera si alguna vez la había visto por acá. Ella contestó que sí, que ya la había visto, y me pareció como que ponía los ojos en blanco, en un intento de comunicarme que estaba de mi lado, pero que no podía revelármelo por una cuestión protocolar. A este punto, estás como subido a una medianera, mirando hacia un patio que está del otro lado. La imagen te impacta enseguida, pero apenas la percibís. ¿Y qué querés que hagamos nosotros?, me dijo el más pibe, con un tono que sentí como muy grosero para ser un servidor público, o, por lo menos, impaciente. Nada, qué sé yo, le dije. No le cayó muy bien mi respuesta. No sé si fue simpatía o socarronería lo que le arrancó una risa. La guardaparque sí estaba de mi lado, o eso quería creer yo. Me despedí y me fui, mirando para atrás cada tanto. Al principio no me siguieron, pero unos metros después, me di vuelta y vi que se habían trasladado especialmente para poder observarme a la distancia. Dos sombras turquesas, entre el bosque renegrido y el atardecer anaranjado. Mascullé algunas imprecaciones por dentro, porque me pareció que tendrían que haber hecho algo por mí. ¿No? No se puede ir grabando a un tipo y gritándole que lo van a denunciar, así porque sí. Un parpadeo y te hunden y no importa qué tan inocente digas que sos. Siempre hay algo que has hecho mal, alguna culpa. Te pasaste la mitad de tu vida bebiendo, fumando o leyendo para escapar de una realidad insoportable. O no pudiste hacer otra cosa que pintar. Pintar para sobrevivir. En esos retratos, plasmaste una y otra vez la misma historia de cuando, como sumergido en la noche, pensabas si sería posible eliminar para siempre la frontera que distingue ficción y realidad. Materializar un puñado de pequeños sueños oscuros, bajarlos de arriba de aquel pedestal. Quizás recién te enterás quién es esa flaca, ya conocida por muchos en el barrio. Esa flaca y sus manías, objetiva e infinitamente más psicótica y paranoica que vos. Recordás entonces tus primeros trazos, inspirados en los cuerpos enrevesados del patio blanco de al lado, que espiaste sin querer por entre negras rejas horizontales.

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