Te voy a extrañar, Raúl. Aunque seas mi dueño. Aunque me bancaste cuando nadie más lo hizo. Me sacaste de la calle, donde todos me escupían un ojo o me daban vuelta la cara de un manotazo y me hacían degustar la propia sangre de mis labios (siempre fui medio poeta, ¿no? Tu poeta). Y cuando me decías Mirá, mirá cómo mueven el orto, lo mueven de todas las formas posibles, pero ninguna lo hace como vos, yo sabía, yo sabía que lo decías con cariño, sin intención de dañarme. Con amor, incluso, con sentimiento. Aunque seas de caderitas angostas, culminabas, y me dabas una palmadita en la cola.
Te acordás, fumaba como una locomotora. Ya no fumo más, sólo en sueños. También lloro en sueños porque en la vida diurna no puedo. Es raro este sentimiento como de lágrima, de lágrima furtiva. Lágrimas de cristal, dirías vos si estuvieras acá conmigo. Mi poeta llora lágrimas de cristal, y me pellizcabas el mentón. Hay algunas cosas que sólo me permito en sueños. Fumar y llorar, son algunas de esas. Veo mis uñas cubiertas de esmalte descascarado alrededor de un cigarrillo que se consume hasta el filtro, sin poder moverme, como una estatua de mí misma. ¿Sabés qué más hago en sueños?
Sé lo difícil que es llevar una máscara a cuestas, decías cada vez que llegaba una piba nueva. Puertas adentro, chicas, yo sé cómo es puertas adentro. Créanme, lo veo día y noche en cada esquina, en cada pendeja, en cada callejón sin luces ni carteles de neón, sus corazones hechos pedazos. Y a fin de mes nos hacías formar fila afuera de tu despacho. La distribución era justa, eso no lo puedo negar. Nunca te conté de las ratas para quienes trabajé en el pasado. Vos me dejabas para lo último, porque no querías que las demás vieran que me dabas un billete extra y me decías Sé que a mi poeta le gusta leer. No se crea que no la he visto leyendo y escribiendo en los descansos, me dijiste la primera vez. Para libros, decías y me guiñabas el ojo. Luego, sí, me pedías que me arrodillara.
Desde ahí me llamaste tu poeta, e ibas por los pasillos alzando un dedo y gritando hacia dentro de las puertas, para que todos lo oyeran: Algún día mi poeta va a llegar a los estantes de todas las librerías y firmará ejemplares y sus libros serán leídos por los lectores de todo el mundo. Algún día, incluso las abandone, chicas, decías.
Hasta que me llamaste a tu despacho. Maggie se estaba ajustando una media cancán, tenía la rodilla plegada con la punta del zapato apoyada sobre el banquito. Y te vi por debajo de su muslo, en tu musculosa blanca. Una vez adentro, me dijiste, desesperado: Necesito a mi poeta. Necesito una vez más a mi poeta para que escriba lo que pasó. Que cuente esta historia como si fuera Tolstói. Porque, si no es así, voy a cometer una locura, seguiste. Tenías miedo de cometer una locura.
Una vez más me contaste una anécdota intrascendente y la escribí en el reverso de las hojas del mismo libro contable desactualizado. No era ninguna historia fuera de lo común, sólo necesitaba algunas palabras grandilocuentes, perífrasis, vueltas de tuerca. Trabajar con la elipsis. A ver, ¿cómo es eso?, me decías. Pronuncialo de nuevo, y yo lo hacía, acentuando la pe y la ese, y no te podés imaginar el asco que me daba hacerlo. Si pudiera, me volvería muda, con tal de no usar la lengua, con tal de no pronunciar esas letras nunca más. Eran anécdotas triviales, al fin y al cabo, que yo te leía tal como las había escrito y a vos se te daba por darte vuelta en el sillón presidencial y cascártela. Luego decías, Necesito a mi poeta que me ayude a terminar, y yo dejaba el bloc de hojas amarronado sobre el escritorio y me iba hacia atrás del despacho y te asistía.
Las chicas acá hablaban (todavía hablo con ellas, por lo menos las puedo escuchar). Maggie me miraba con los párpados semi caídos y me decía Ojo, no te pases de rosca. No te va hacer bien dejarlos ingresar tan adentro. Un límite tenés que poner. No te olvides de que ellos nos necesitan más a nosotras que nosotras a ellos. Pero yo me acordaba de mis años en la calle, todavía me acuerdo, y temblaba, mirá cómo tiemblo, piel de gallina, y te lo agradecía, Raúl. Te lo agradezco, de verdad. Porque no siempre se tiene la oportunidad de matar sin remordimiento, Raúl. Y vos me diste esa chance. ¿No habría sido mejor dejar la página en blanco desde el inicio? Parece sucia de manchas, ahora que la veo. ¿Debería borrar del mundo mis historias y, luego, mi existencia? La tinta está fresca. De un manotazo podría borrar todas las palabras que imprimí hasta que sólo quedara una O apuntándote. La O que forma la punta del cañón desde tu perspectiva, Raúl, desde tus ojos lastimosamente bizcos e inyectados en sangre. Todos podemos ser eliminados, igual que un nombre en una frase o que un documento de texto en una carpeta, ¿no? Incluso vos, Raúl. Sólo cabe reconocer la diferencia entre apretar la tecla SUPRIMIR y apretar el gatillo.