El milagro invertido

…y así, después de muchos nombres que formó,
borró y quitó, añadió, deshizo
y tornó a hacer en su memoria e imaginación…
Cervantes, Quijote
He revisado, al cabo de un año, estas páginas.
Me consta que se ajustan a la verdad,
pero en los primeros capítulos,
y aun en ciertos párrafos de los otros,
creo percibir algo falso.
Borges, El inmortal

Hay algo que no entiendo. En relación a la escritura. Porque yo puedo empezar muy bien, diciendo algo como que “lo primero que deben saber sobre mí es que soy un joven muy hermoso”. Pero, cuando lo reviso unos días después, no resulta verosímil. Y, agrego o quisiera agregar: “lo segundo que deberían saber de mí es que soy escritor”. Pero, ven, eso también suena impostado. No como en el Estudio, que me dicen Ahora mirá para acá, muy bien, ahora elevá un poquito más el mentón, perfecto, una más y ya estamos.

Lo sé, soy un cliché: el actorcito de veintipico, sin un rumbo fijo, que sólo tiene para ofrecer unos ojos turquesa, una mandíbula cuadrada, una dentadura perfecta y unos labios carnosos fruncidos.

Pero me pregunto, ¿es necesario aclarar quién soy y a qué me dedico? ¿Que me formé como actor, pero que mi economía me llevó a aceptar más y más trabajos como modelo de ropa interior, al punto de convertirme en una especie de maniquí?

Cada tanto vuelvo sobre lo escrito y percibo lo irreal que resulta exhibir el relato de mi propia vida. Como si estuviera muy preocupado por fingirla, por recortarla, admitiendo sólo lo que quiero que ustedes sepan y no permitir que asome nada más. Cuando, por el contrario, lo que más quiero es que me conozcan. En cambio, mis palabras son tan fraudulentas, como si no pudiera evitar ocultarme tras ellas, en vez de servirme de las mismas para revelar mi identidad.

Me pregunto cuándo acabará este relato. Puedo aventurar cuándo empezó, sí, aunque tampoco podría estar tan seguro. Aún no había interrumpido mi carrera dentro del modelaje y se ve que un fotógrafo o alguien se olvidó un libro en uno de los camarines.

Lo abrí casi sin curiosidad y empecé a leer azarosamente.

El cuento con el que me encontré iba de un dramaturgo condenado a muerte que, en los días previos a su fusilamiento, pedía a Dios tiempo para poder acabar su drama. Al momento de la ejecución, una gota de sudor se detenía en su frente, al igual que el tiempo, y el dramaturgo vivía todo un año en un sólo segundo, durante el cual podía terminar de escribir su obra en el interior de su mente. Luego, moría.

Apenas cerré el libro, me miré en el espejo. Seguía en el camarín. Sentí algo dentro de mí, no podría estar seguro de si fue en ese preciso momento, o se trató de algo que se había estado desarrollando durante los años precedentes. A partir de entonces procedí a ocultarme de mí mismo, como un monstruo, y, en ese momento, apagué de un manotazo los focos de luz incandescente que rodeaban el espejo.

Me quedé un rato a oscuras y en silencio, aunque con una agitación interna. Afuera, todos se habían ido, por lo que alcanzaba a escuchar. Me di cuenta de lo compenetrado que había permanecido durante la lectura. Lo que leí se mezcló con mis vivencias de la vida real y percibí cómo el autor había puesto en palabras sentimientos que yo tenía y que hasta ese momento no sabía que tenía. Como si el libro me hubiese leído a mí, en vez de lo opuesto. Sé que, la siguiente, puede parecer la decisión que tomaría un personaje inserto en un melodrama, pero realmente fue así.

Nunca fui místico ni religioso y, antes de esto, nunca había escrito casi nada. Excepto por algunas ideas sueltas para unos comerciales de shampoo, que tuvimos que redactar para un Seminario de marketing. Cómo es la cosa, que acabo de sonreírme al acordarme de una. Decía: “Para un pelo más lacio, peinalo despacio, con shampoo Ignacio”.

Los primeros instantes del proceso fueron muy arduos. Casi que no me acordaba de cómo agarrar la lapicera, qué combinación de músculos debían activarse. No sabía por dónde empezar, así que lo hice ilustrando al personaje principal. Había aprendido a hacer algo así en una materia dedicada al diseño de prendas. El ejercicio, más que otra cosa, consistía en ilustrar una combinación de prendas superiores e inferiores, como un traje, o completas, como un vestido. Hasta que, una mañana, garabateando con una lapicera, se me apareció la imagen de un jinete de armadura blanca, con una lanza. Me quedé inmóvil, contemplando los detalles de las líneas, el yelmo bajo el brazo. Tampoco era un dibujo muy sofisticado, pero sentí que mi imaginación, hasta entonces como un desierto de grava o de nieve, había dado a luz una flor. De a poco fui redactando la biografía de este jinete, a la vez que lo abastecía con toda una multiplicidad de artefactos que al parecer había ido reuniendo en sus duelos, que también narré. El tiempo y el lugar me fueron legados a través de arduos periodos de reflexión, propios de los escritores, según escuché, mientras caminaba por las calles de una ciudad a la que nunca me había acostumbrado. Un mundo post apocalíptico, lleno de personajes viles que se aprovechaban unos de otros. La taberna, con sus seres sombríos y deformados. Las prostitutas, los bandidos y los alguaciles, los terratenientes, los sirvientes, los lisiados, los estudiantes. Y mi jinete, cuyo nombre aún desconocía, que iba en busca de aventuras e impartiendo justicia a golpe de sable.

Todo esto parece muy simple, pero me llevó varios meses, porque dudaba mucho, avanzaba dos pasos para retroceder cinco. Además, se me mezclaba con los trabajos para la agencia, de los que ya me empezaba a hartar.

Durante unos meses más, pude entrecruzar las historias de los distintos personajes principales. Era admirable la forma en que trabajaba, garabateando, tachando, reemplazando palabras, descartando páginas y páginas enteras. El argumento principal de la novela me disparó una multiplicidad de argumentos secundarios que fui agregando a la totalidad de la narración. Había llenado cientos de hojas de papel, con tachaduras y líneas de colores que iban de una esquina a la otra, y cuyo significado no entendía nadie más que yo.

Hasta que me di cuenta de que la historia había llegado a su fin. Volví a pedir algunos trabajos en la agencia y no podía evitar, al término de las sesiones fotográficas, verme a mí mismo como desde afuera, revelando la existencia de mi obra literaria. A lo que me decían, sorprendidos, aquellos a quienes se lo comentaba: ¿Vos? Pero insistí tanto que conseguí apalabrar a algunos, que decían conocer a un amigo de un amigo o a un familiar lejano que conocía a alguien en alguna editorial. Me dijeron que no dudara en contactarme de parte de ellos y mencionarlos en el mail, porque todo sonaba muy novedoso y prometedor.

Esos intercambios me animaron, y comencé la etapa de transcripción, lo que me llevó otro medio año, porque debí reformular casi todo. No tenía idea de que me iba a llevar tanto tiempo. Mientras, me llegaba alguna que otra propuesta desde la agencia y viajaba, preguntándome cuánto tiempo más podría aguantar ese trabajo.

Una tarde, venía por la calle, inmerso en algún que otro párrafo perdido de la novela, cuando reconocí a una de las chicas de maquillaje del estudio. Recordé que le decían Mery (luego lo confirmé, por su padre). Hacía por lo menos más de dos años que no la veía, ni ella a mí. Hice lo posible por evitarla, pero se me acercó.

—¡Qué hacés, desconocido! —me dijo.

Hice todo lo posible para demostrar que el tiempo no había pasado y quise soltar alguna frase canchera, pero, en cambio, me salió una voz estertórea. Un susurro, casi. Simulé como que me había atragantado y le comuniqué que lo sentía, que estaba plenamente dedicado a un proyecto personal. Me miró preocupada. Contá más, dijo. Dio la casualidad de que su padre era un editor de libros. A pesar de que le insistí en que ya tenía un montón de ofertas, ella me anotó su número. Llamalo, eh, que se va a poner contento, me dijo y nos despedimos.

Trabajé unos meses más en la novela. Por un lado, pensaba que estaba ante una gran pieza de arte. Por otro, me quería tirar por el balcón, al releer tal o cual página. Me dije, no importa, aunque no esté del todo convencido, lo voy a presentar. Y lo envié a aquellos contactos editoriales que me habían compartido mis conocidos. Esperé ansioso por una respuesta y en mi mente negocié honorarios, di indicaciones al ilustrador de la tapa, seleccioné en qué librerías se expondría.

Aguardé. No podía hacer otra cosa, en realidad. Casi no comía y, por la noche, tenía sueños extrañísimos, en que me reencontraba con gente del pasado a la que de ningún modo quería ver.

Al final, me cansé de esperar e hice lo que cualquiera habría hecho.

Concerté con el padre de Mery una cita para unos días después en su despacho en Microcentro. Fue muy amable y yo le caí bien, por alguna razón. Quizás, era mi torpeza lo que resultaba simpático, esa forma de andar como sin bordes, muy a pesar de mi físico. Parece que Mery le había hablado de mí, no sólo con motivo de esta charla, sino incluso antes, cuando trabajaba conmigo en la agencia. Le adelanté el argumento de mi proyecto, le mostré una lámina en la que se detallaba todo el arco narrativo con flechas para todos lados. El hombre me dejó hablar libremente y se ve que le gustó mucho la historia, pero, luego de un muy breve intercambio, se lamentó mucho al comunicarme que su editorial no publicaba literatura. Sólo textos jurídicos. Miré alrededor, todo el despacho olía a abogados. No sé cómo no me di cuenta. Pero no era culpa de él. Antes de despedirnos, me dijo algo como Igual mandámelo, que me encantaría leerlo. Nos dimos un apretón de manos, y añadió Por qué no la llamás a Mery, debe estar esperando tu llamado, es buena piba.

Con los meses, empecé a caer en la cuenta de que ya nadie se comunicaría conmigo con motivo de la novela. En una librería de usados volví a encontrarme con el cuento del condenado y lo volví a leer. Apenas recordaba lo que había leído unos años atrás y lo que las palabras habían significado para mí. Y no sé bien qué me dio la idea, pero le mandé un mensaje a Mery.

Nos encontramos esa misma noche, comimos algo, bebimos y nos acostamos. Ella decía mi nombre y que era hermoso y que por qué las cosas suelen tardar tanto. Me quedé un rato plegado sobre su cuerpo sintiendo los poros erizados de su piel. Inspiré hondamente el perfume de su carne y le acaricié la nuca, de donde nacían finos mechones de pelo.

Nos acomodamos, yo me vestí con lo mínimo y me quedé acostado. Ella se echó un kimono o una bata de colores brillantes y paseó por la habitación en busca de un cigarrillo. Al mismo tiempo que lo encendía, me dedicó una mirada y, largando el humo y entrecerrando los ojos, me dijo, Parecés otro. Y agregó, agitando la mano con el pucho entre los dedos, señalándome: Te escribí un poema, después te lo leo. Cuando se echó a mi lado nuevamente le conté todo lo que había pasado con la novela. Pero como realmente pasó, no como lo estoy haciendo ahora, de esta manera tan insoportablemente rebuscada. Al terminar, entré a lagrimear, con la cabeza entre sus brazos y sobre su pecho y sus dedos entrelazándose en mi cabello, acariciándome.

—Doy tantas vueltas… —le dije—, al punto de que ya ni sé qué quiero decir. A veces siento que hay alguien detrás, más consciente de mí que yo mismo, vigilando, dictándome.

¿Es eso lo que me vuelve finalmente un escritor? ¿Pelear con las palabras, modelarlas, suavizar los bordes, detenerme justo antes de convertir mi historia en polvo y a mí mismo con ella? Ahora sé, o creo que sé, que a cada momento uno puede existir y dejar de existir, con mayor o menor grado de verosimilitud o, peor, de veracidad. Y que en ese juego puede uno ganar o perder la vida.

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