Lucía y la biblioteca

Todo poema es un borrador de la Poesía.
Bioy Casares, En memoria de Paulina

Con Lucía tenemos un lugar especial al fondo de la biblioteca. Es nuestro lugar, apartado de todos y de todo. En especial, de vos.

Porque de todas las historias posibles, decidiste contar la nuestra. Una historia de amor trunca, muerta, complicada desde el principio. Difícil de concluir, como todas las historias que combinan sueños con realidad. Me diste la ocupación de bibliotecario y una suerte de características que hacían de mí un hombre proclive al amor. Me diste, claro, la destinataria de ese amor: Lucía.

La conocí un martes. Recuerdo que era martes, porque ese es el día que habías dispuesto caprichosamente para que Lucía apareciera. Aunque podría haber sido cualquier otro día. A partir de entonces, Lucía estiraba sus manos de marfil hacia mí y me mostraba el carnet que la identificaba como miembro de la biblioteca.

El martes en que nos conocimos llovía. A través de los ventanales habitados por pequeñas gotas que reptaban, podía ver el cielo encapotado. (Y no, vos decidiste que al final no habría ningún cartel de ninguna marca de cigarrillos.) Yo volvía cargando una pila de libros de arte, cuando, por encima de estos, la vi. Estaba de pie junto a la recepción, esperando a que la encargada de fichar los libros le completara los datos en la libreta recientemente estrenada. Tenía rulos y pareció darse cuenta de que la observaba, porque se dio vuelta exactamente para donde yo me encontraba y me clavó la mirada. Esos ojos, qué metáforas no podrías haber inventado para permitirme expresar mis sentimientos. Ahora, últimamente me cuesta visualizar sus ojos y siento que estoy a punto de olvidarme de ellos, y nada ni nadie puede ayudarme. Y no pienso recurrir a vos.

Esa misma tarde, antes de que se retirara, fui a sostenerle la puerta y me animé a preguntarle si vivía por la zona. La conversación podría haber sucedido como dentro un sueño:

—En realidad, no —me respondió—. Suelo venir algunos días por semana para este lado. Pero no vivo cerca. —Luego agregó—: Lamentablemente —y me guiñó el ojo.

Le sonreí a su vez y una luz recorrió mis pupilas. Y estoy casi seguro de que ella también la vio.

—Yo nunca me he mudado —dije—. Vivo con mi madre.

¿Por qué me hiciste decir eso?

Lucía se quedó mirándome. Parecía triste, o quizás era yo el que lo estaba.

—Me imagino que te llevarás muy bien —dijo, jocosa—. Con tu madre, digo.

Me puse serio.

Alcé un hombro. Vi que llevaba unos libros apretujados contra el busto y no se me escapó el nombre del autor de la tapa. Lucía notó el movimiento de mis ojos.

—Ah, es mi escritor favorito —dijo—. Creó al mejor detective de todos los tiempos, por lejos.

También era mi escritor favorito.

—Que los disfrutes. ¿Vas a volver?

—Sí, claro. El próximo martes me tenés por acá.

En los registros de la biblioteca figuraban sus datos, así que, durante la semana, la busqué en redes sociales, pero no la encontré. También soñé con ella, por primera vez. Ahí sí la encontré. En el sueño perseguía una luz en la biblioteca. Sólo esa imagen. Yo sabía que esa luz era ella.

No creí que la volvería a ver el martes siguiente. Tan acostumbrado estaba a sospechar de mis deseos, así como de mi fortuna. Sin embargo, Lucía reapareció en el salón principal de la biblioteca, como si la hubiese traído el viento, mirando a todos lados y a ningún lugar. Intenté mitigar mi alegría cuando fui a saludarla, porque lo más probable (creí) era que ni se acordaría de mí. Di un paso hacia ella y dije:

—Disculpe, ¿la puedo ayudar con algo?

—¡Hola! —me abrazó—. ¿Cómo andás tanto tiempo? Estuve pensando en vos…

—Bien… —Sentí el aroma de su pelo y la tomé de las manos.

Me quedé sin palabras. Ella me mencionó una antología de relatos de terror.

—Creo que por algún lado estaba —dije—. En el depósito, seguro.

Ella se dio cuenta antes que yo de que era una invitación.

—Después de usted… —dijo e hizo como una reverencia.

Fuimos hasta donde terminan las filas de estantes y llegamos a una puerta. Pasé mi tarjeta magnética por el lector —una lucecita led parpadeó— e ingresamos.

—Por acá —dije.

Anduvimos por un pasillo, luego doblamos dos veces a la izquierda y una a la derecha, hasta que llegamos a la sala de antologías. Encendí la luz. Como en todas las salas (aunque esta era algo distinta a la que habías imaginado en primer lugar), había anaqueles y más anaqueles repletos de libros, altos hasta el techo. Anduvimos entre los estantes como en una ciudad, un mundo. De pronto, oí salir de mí las siguientes palabras:

—Che, ¿y qué es de tu vida?

—Si te digo la verdad…

Me di vuelta para atender a lo que me decía y nos frenamos. Se acomodó el pelo detrás de la oreja. Hizo una pausa, resopló y agregó:

—Mi novio. Vive tan sólo a unas cuadras de acá.

Mi cara de “Ah, tiene novio” debió notarse a kilómetros de distancia. Ella sonrió con tristeza y continuó su explicación.

—Me dice que, si lo dejo, se va a matar. Es un maldito. Lo odio. Después de acá me voy a encontrar con él. Y le voy a cortar, haga lo que haga. Ya lo decidí.

—¿Hay algo que pueda hacer?

—Sí. Por favor, ayúdame a encontrar esa antología. Me haría muy bien para despejarme.

Caminamos entre los estantes. Luego de un silencio, me dijo:

—¿Tus cosas?

—Bien. Ocupado —le inventé (porque yo también puedo inventar)—. Ocupadísimo. Con mucho trabajo y mucho para leer de la facultad.

Llegamos al final de los estantes, contra un muro de cemento. La miré. Tenía el entrecejo fruncido y miraba al suelo. Estaba apagada, gris. Le dije:

—¿Te puedo confiar algo? —Me apoyé en uno de los estantes—. Vas a pensar que es cuento, pero…

Sus ojos se abrieron y me miraron con atención. Hubo un silencio de unos segundos.

Un silencio musical.

Ella ya sabía lo que le iba a decir.

—Quizás se trate del mismo sueño —dijo y me sonrió.

—Es posible —le devolví la sonrisa.

Entonces me besó. Fue un beso pequeño. Rápido. Y luego, otro. Mordidas y caricias y abrazos y apretujones y respiraciones agitadas de los dos.

Nos quedamos mirando uno a otro. De repente sentí mucho miedo y vértigo. Me erguí y me puse a revisar los títulos de los libros.

—¡Mirá! Acá lo encontré —dije con un temblor en el cuerpo.

Ella lo miró seria, lo recibió y acarició la portada verde con detalles dorados.

En la recepción, le entregué el libro a mi jefa, que estaba trabajando en la computadora, para que lo registrara. Le devolví el libro a Lucía y nos saludamos con un beso de cachete. Fuimos hasta la salida, le sostuve los dedos por un tiempo muy corto y ella se desprendió y salió a la calle. Un terror me corrió por el cuerpo. Tuve la certeza de que esa sería la última vez que la vería. La imagen de una calavera apareció en mi mente.

Fui en su busca.

El cielo plomizo estaba surcado de ramas y flores de los jacarandás que se mecían ante la inminencia de una tormenta. Esto debía ser un sueño, sin dudas. La vi de espaldas a eso de unos veinte pasos. La llamé y parecía no oírme. Pronto, nos reunimos junto a un farol (¿o era un árbol?, pregunto como si realmente me escucharas).

—Lu —le dije—, por favor, no te vayas.

Ella se rio y dijo:

—Qué extraña forma de invitarme a tomar algo. ¿A qué hora salís?

—A las siete.

(Debían ser eso de las cinco y media en ese instante, ¿no es cierto?)

—Nos vemos dentro de un ratito. Voy a lo de mi novio y vuelvo. Para entonces ya voy a ser una mujer libre —dijo y se señaló el dedo anular aprisionado por esa alianza.

Ella se fue, pero su voz quedó resonando por la calle, haciendo vibrar cada adoquín. Mi alegría era inmensa, casi que unas alas nacientes de cada omóplato me daban impulso y me hacían sobrevolar la ciudad.

Estuve ansioso, yendo de un rincón al otro, sin poder concentrarme en nada, hasta que se hizo la hora del encuentro. Saludé a mi jefa (¿fue ironía tuya dejar que, sólo por esa vez, ella se encargara de bajar la persiana?) y salí a la calle.

Esperé. Bajo la lluvia y hasta que se despejó a la noche.

Vos ya lo sabés, pero Lucía no apareció.

Me hiciste andar toda la semana, impaciente, nervioso, malhumorado, caminando de un extremo al otro de los pasillos. Seguro vuelve, pensaba, seguro vuelve. Pero no fue así. Ni ese martes ni los siguientes. Me habían partido el cuerpo en dos con un sable, desde la coronilla hasta… Me partiste en dos.

Cada tanto intentaba retomar la lectura de alguno de los libros que ella se había llevado la primera vez; pero me resultaba imposible seguir leyendo. Los aparté y los olvidé. ¿No podía verla y decirle todo lo que sentía? ¿Por qué? (Acá, tu despreciable sentido de la ironía se dejó entrever. Tan magnánimo, tan benevolente te sentiste al desechar la idea de hacerme reunir con algunas supuestas malas compañías del pasado, compañías que jamás existieron, para realizar actos inmorales, como una forma de hacerme atravesar la ausencia de mi gran amor. Si puedo rescatar algo, es que me consta que te costó tomar la decisión de deshacerte de aquellas horribles líneas).

Mi jefa me traía todas las tardes una porción de torta con una taza de café y me preguntaba cómo me sentía.

—Tomá, corazón, creo que esto te va a ayudar —dijo una tarde, y me entregó un rosario color carmín—. Para rezar se hace así, mirá.

No le presté mucha atención. ¿En serio creíste que me comprarías a tan bajo precio?

Una mañana fui al depósito a llevar unos libros y no podía sacar de mi mente que la última vez que había estado ahí había sido con Lucía. No terminaba de secarme las lágrimas, que de mis ojos fluían nuevos torrentes. Entonces, la vi. De verdad. No figuradamente. Sé que la vi y que puedo encontrarla ahí cuando quiera, a pesar de tu imposible mano.

Fue exactamente así: Al fondo del primer pasillo, al que se accede ni bien se pasa la primera puerta con lector magnético, se mostraba una luz turquesa o aguamarina. La seguí, sin saber adónde me llevaría. Por momentos se perdía, cuando doblaba en alguna que otra esquina, pero siempre la terminaba hallando. Hasta que llegué a aquel lugar contra el muro, en que tuvimos esa charla íntima. Y ahí estaba Lucía, leyendo, apoyada contra la pared. Inmensa y hermosa como siempre, con sus rulos y sus manos vivas como talladas en marfil. La luz que nacía del interior del libro le coloreaba el rostro, pero ella miraba con terror hacia un abismo, o eso me pareció. No me dijo que me acercara, pero sentí que debía hacerlo (¿esa es tu idea de los sueños? ¿Ideas incoherentes, irracionales, surrealistas?). Lucía me señaló una línea de aquel libro y vi que su dedo anular todavía estaba preso de esa alianza… La tomé de la muñeca y sujeté el anillo con mi pulgar y mi índice. Lo giré en torno a su dedo con la intención de removérselo.

Cuando abrí los ojos, con los mismos dedos estaba sosteniendo una pluma fuente, que enseguida cayó sobre la alfombra de la sala. Estaba sentado, con un cuaderno en el regazo. Me di cuenta de que enseguida tras despertar había pegado un grito, porque un viejo sentado en un sillón me decía Shhh, chasqueaba la lengua y sacudía la cabeza. Sí, lo equipaste con todos los signos de malestar. Levanté la pluma (una mancha de tinta se había derramado en la alfombra), cerré el cuaderno (no había escrito nada, ¿cómo podría yo escribir?) y me puse de pie.

Mi jefa entonces se acercó y me dijo:

—¿Me hacés un favorcito, corazón? ¿No me llevás esa pila de diarios viejos? Son de la semana pasada.

Antes de tirarlos, me los puse a hojear. En el tercero de la pila encontré un titular y una foto que me dejaron en shock.

Lucía, de 21 años, está desaparecida.
Su ex, el principal sospechoso.

Una picazón me brotó a la altura de los ojos, la garganta se me cerró como si fuera un candado y el estómago se me volvió un acantilado. La foto era totalmente amarillista, y se los veía a los dos felices, abrazados en el patio de una casa, él dándole un beso en el cachete, la mitad de una moto roja asomando de costado. Vaya si dolió toda esa serie de detalles, sabés.

Esperé unos días, a ver si recibía más noticias. Pero no llegó nada. Entonces busqué en el registro la dirección de Lucía. Su casa quedaba demasiado lejos. En cambio, figuraba anotado un domicilio alternativo que supuse que sería del novio. Me dispuse ir esa misma tarde.

Según me había fijado, el número de la casa era 2197. Casi llegando a la esquina, me imaginé. Y me sorprendí mucho al ver que ahí no había nada, sólo un terreno baldío tras un alambrado. No puede acabar todo acá, en un final tan absurdo, pensé. ¿Tengo que suponer que Lucía y su ex han sido un invento de mi delirio? ¿Qué todo ha sido un sueño? ¿A quién le he estado hablando yo? Pero ¿qué hay del recorte periodístico? Se lo había enseñado a mi jefa y ella lo confirmó, de modo que no era ningún invento. A no ser que mi jefa fuera cómplice. ¿De quién? Pues, tuya, de quién más.

Volví a chequear el número y vi que lo había leído mal. Era 2179 (un truco muy, muy barato). Reconocí el patio de la foto. No había ninguna moto. Logré trepar la ventana e ingresar al departamento. Estaba todo vacío, sin signos de que nadie hubiera dormido allí los últimos días. Las puertas de los placares abiertas, perchas sin ropa, cajones vacíos. Cuando revisé por segunda vez el cajón de la mesa de luz (del lado derecho de la cama matrimonial sin sábanas), hallé algo que me ablandó las rodillas de miedo: la alianza de Lucía. La apreté en el puño con excesiva fuerza como si deseara que se convirtiera en aire y salí. Es tremendo, porque no me diste ningún otro signo: no había sábanas manchadas, no había ningún cuchillo de cocina tirado por ningún lugar, no había cadáver.

Me fui corriendo a casa. Ese era el momento en que tal vez lloraría hasta quedarme sin lágrimas. Así lo imaginaste: torrentes brotando de mis ojos como cataratas. En el cajón de mi mesa de luz redescubriría aquel viejo rosario que mi jefa me había entregado y me lo enroscaría en la mano y me acostaría en la cama hasta quedar dormido o despertar de un mal sueño. Pero no fue así. No te lo podía permitir. No podía hacerme eso a mí mismo.

En cambio, volví desesperado a la biblioteca. Quería habitar los lugares (el único lugar, vos lo sabés bien) en que había compartido tiempo con Lucía. Una gran vuelta de tuerca habría sido que leyera por segunda vez el diario con aquel encabezado, y descubriría que la fecha impresa era anterior a la fecha en que yo había conocido a Lucía. Es decir, una prueba fehaciente de que Lucía siempre había sido un espectro. Pero vos siempre tenés que ir más alla, tan erudito.

Lo que ocurrió fue que, guiado por una intuición, fui hasta la puerta del fondo de la biblioteca. Pasé mi credencial por el lector e ingresé al pasillo oscuro donde vi un destello, sutil, sutilísimo al principio, color verde o celeste, que luego reconocí como aguamarina. Me interné en los anaqueles en su busca, chapoteando, en mi andar, en los charcos formados por mis lágrimas.

Doblé dos veces a la izquierda y una a la derecha, igual que aquella vez.

El final se te había ido de las manos. Ya no estabas tan seguro de si ahí encontraría a Lucía o sólo a una luz en la biblioteca. Quizás, me hiciste pensar, encontrar a una significaba encontrar a la otra. Y podía oler tus ganas de convertir mi historia en una especie de vana alegoría.

Puedo sentir ya tu aliento ronco, reescribiendo mentalmente las frases, reordenando las palabras, insistiendo una y otra vez en hallar la manera más dramática de que yo acepte, finalmente y sin chistar, la muerte de Lucía.

Porque esto es lo único que no te dignaste a cambiar. Lo único que decidiste, desde el principio, que acabaría sucediendo.

¿No tuvimos suficiente ya? ¿No fue suficiente para vos? ¿No rehiciste una y otra vez estos renglones sin dar jamás con el final ideal? ¿Cuánto más nos vas a llevar de un lugar a otro, modificando nuestros destinos, sin cambiar, a fin de cuentas, nada, en realidad? ¿No estás cansado ya?

Te voy a pedir una sola cosa. Si tenés un mínimo de sangre en tus venas, vas acceder. Además, nos servirá a los dos. A vos, para probar que alguna vez tuviste algún tipo de incidencia en el desarrollo de esta historia. Y a mí, para obtener un poco de tranquilidad.

Lo único que te pido es que, de una vez por todas, me dejes, nos dejes, a Lucía y a mí, descansar en paz. Hacé lo que tengas que hacer, pero, por favor, despertate.

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