Dicen que una historia, para ser realmente emotiva, debe tener un final inesperado. Yo suelo variar el final y algunos detalles de esta historia, dependiendo de a quién se la cuente y del efecto que deseo generar en quien la oye.
Quedan avisados.
Aún no había empezado oficialmente la temporada de verano y una desolación surcaba el balneario. Si bien las circunstancias no eran las más felices del mundo, eran lo suficientemente convenientes para lo que yo tenía que hacer.
Vamos a decirlo de una vez: por la madrugada, me dedicaba a buscar objetos de metal en la rompiente del mar. No había demasiado, algún par de pendientes, también anillos y prendedores. Había llegado a encontrar monedas antiguas o manojos de llaves y algún que otro crucifijo. No había forma de vivir de eso, imposible. Para hallar plata u oro había que concurrir otros parajes, otras playas, donde, paradójicamente, el uso del detector de metales estaba prohibido. Pero no me interesaba que aquel fuera mi sustento de por vida. Sólo necesitaba pagar unas deudas que había contraído a partir del tratamiento de una enfermedad de mamá. Ella ya se había curado y estaba en casa, pero la deuda…
Por más que mi situación era algo desesperada, no la pasaba tan mal y encontraba alguna que otra distracción. A esa hora siempre había algún pescador con quien me podía poner a charlar. Estando a media rienda, es decir, con la mente y las manos ocupadas en algo más, es más fácil llevar a cabo una conversación para tipos como yo. Y si, además, podía encontrarle las llaves a algún despistado, y devolverle asimismo el color a la cara (color que significaba que habría una recompensa económica, por mínima que fuera), daba por consumada la buena obra del día, de la semana o del mes.
Por la tarde, luego de dormir una corta siesta, en una especie de cabaña, volvía a la playa y me tendía hasta el atardecer, para disfrutar algún aperitivo o, en su defecto, si no me sentaba bien el alcohol, mates. Un termo o dos, dependía de si después me iba a caminar y a seguir pensando y pensando hasta que llegara la noche.
Generalmente, era por la tarde cuando coincidía con la pareja.
El primer día apenas llamaron mi atención. Recordaba medianamente que él tenía unos lentes marrones que le cubrían la mitad de la cara. Ella era delgada y llevaba un bikini verde agua y una vincha de tela negra que le tiraba el cabello colorado hacia atrás. No tenían sombrilla, sino esas pequeñas carpas tipo iglú. Una color rojo y gris. Podían pasar hasta una hora o más ahí dentro en silencio, de modo que por momentos casi que me olvidaba de ellos.
Al día siguiente volvimos a coincidir. Él estaba igual, la misma malla oscura, los mismos lentes cubriéndole la mitad superior de la cara. Se me figuró que era policía. O, en su defecto, ladrón. Ella tenía otro conjunto, ahora de color lila con voladitos y descubrí que tenía un lunar entre el hueso de la cintura y la última de las costillas. Me di cuenta de que la había estado mirando demasiado, algo distraído seguramente, entre mate y mate, porque vi que su pareja había atendido en mí. No podía estar seguro por los lentes. Pero, después de un momento, uno se da cuenta de si lo están mirando o no, a pesar de ese detalle. Me hizo un movimiento de cabeza a modo de saludo. Alcé mi mate o mi aperitivo, no recuerdo, como si brindara en su honor y luego miré para otro lado.
Un poco antes del atardecer, presencié la primera pelea. Él, tenso, salió de la carpa hacia la orilla, volvió, la señaló con el dedo y le dijo algo como entre dientes. Ella intentaba que se calmara, pidiendo “por favor” con las palmas unidas y luego persiguiéndolo para tratar de tomarlo de las manos. Él volvió a entrar a la carpa, apartándola a ella de su camino, salió con una mochila al hombro y la heladera de playa en la otra mano. Ella lo dejó ir, con las manos en la cadera y respirando con agitación.
Pensé que era una típica discusión de pareja, si bien me llamó la atención el tono desmedido del intercambio. Ella empezó a guardar todo dentro de su bolso, sacudió el toallón, fue hasta la orilla a limpiar la arena de sus ojotas y volvió. Todo en silencio, ceñuda. No se dio cuenta de que la estaba mirando. Cuando intentó desarmar la carpa, perdió la paciencia y soltó un quejido, que sólo oí yo. Entonces dejó caer el parante con el que había estado forcejeando y dio un golpe hacia la arena con la planta del pie. Ahí sí me vio y puso cara de Y vos qué carajo estás mirando, y se metió en la carpa y se quedó un largo rato, hasta después de que se puso el sol. Pensé que no me correspondía hacer nada (no aún) y me volví a casa a pegarme una ducha y a preparar la cena porque me acostaba temprano.
Por unos días no los volví a ver juntos. Creí que se habían vuelto (tenían una F100 modelo 2000), hasta que una tarde ella bajó, pero sin bolso ni nada, sólo a caminar en dirección a los acantilados. A él no lo volví a ver en la playa.
Esa madrugada, al salir para la playa con mis instrumentos, pasó él manejando por la avenida principal. No noté nada raro, excepto que miraba para un lado y otro, sacando la cabeza por la ventanilla. Ni me reconoció y no le di importancia.
A la playa llegué a eso de las 4:45 y terminé de preparar todo a las 5. Estuve barriendo el suelo con el detector de metales sin hallar nada más que algún otro pendiente o una cadenita. Pero entonces el pitido empezó a acelerarse. Según las frecuencias en pantalla, el objeto era de plata, no había duda. Cavé en la arena con la pala y aproveché la ida y venida de las olas para lavarlo. Ya había empezado a salir el sol, de modo que un fulgor acariciaba su superficie y se imprimía a su vez en mis pupilas. Esto debería alcanzar para cubrir mis deudas, pensé. Me lo acababa de guardar en el bolsillo, cuando sentí un tironeo en el brazo:
—Vos sos el chico que siempre nos está observando, ¿cierto?
Era ella. Estos me la ponen, pensé.
—Necesito un favor —me dijo—. Mi alianza… de casados. La perdí. Con ese aparato la podés buscar, ¿no?
—Sí… —le dije—. ¿Recordás cómo era? ¿Algún símbolo, algunas iniciales inscriptas?
—No… Redondo, como todos los anillos.
Me palpé el bolsillo. Aún seguía ahí el que había encontrado.
—¿Era de plata? —le pregunté.
Me miró como diciendo: ¿A vos te parece que mi marido puede pagar algo que sea de plata?
Empecé a barrer el suelo con el detector hasta que el sonido volvió a parpadear. Me sorprendí. No creí que iba a hallar otro. Hice lo mismo que con el que había encontrado hacía unos minutos y se lo mostré.
—¿Será este? —le dije.
Le dio vueltas, se lo acercó a los ojos (de un hermoso tono rojizo). Lo rascó a la altura de una pequeña marca.
—¡Sí, es el mismo! No sé qué haría sin vos. Gracias.
—Dejame que lo limpio un poco, antes —le dije—. Esperame acá.
Fui hasta donde había dejado la mochila y me puse de espaldas a la chica. Junté los dos anillos sobre una tablilla y me dispuse a realizar la prueba del ácido nítrico. Con la probeta eché unas gotas sobre la superficie de ambos y dejé que el químico actuara. El primero, en efecto, se tornó blanco, lo que debería suceder si es de auténtica plata. El otro, el de ella, no.
Pensé unos segundos en mi deuda y otros segundos (más largos) en la chica, en su piel y en sus ojos.
Me guardé uno de los anillos en la mano. El otro fue a parar al fondo de un bolsillo pequeño de mi mochila. Volví adonde ella estaba y le pedí que abriera la mano. Tendí uno de los anillos en su palma abierta y cerré sobre ella cuidadosamente sus dedos. Gracias, me dijo con un rubor en las mejillas y me plantó un beso húmedo en la comisura de los labios. Luego, se fue corriendo, de mejor humor.
La historia termina acá. Dependiendo de a quién se la cuento, modifico el final y el destino de los anillos. Si quiero dar una apariencia altruista, digo que el anillo de plata quedó en manos de la chica, lo que probablemente renovó y alimentó el espíritu romántico de su pareja. Si quiero quedar como alguien astuto, que vela por sus propios intereses, digo que el anillo de plata quedó en mi mochila, y que así fue como pagué a mis deudores.
Aparentemente, son finales distintos, opuestos. Pero lo cierto es que en cualquiera de las dos variaciones obro como un cobarde.